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domingo, 21 de abril de 2013

#413

La foto de hoy es un cuadro hecho por una amiga. Me ha parecido perfecto para esta historia y de paso doy a conocer a esta preciosa artista que tengo la gran suerte de tener de amiga.

Las primeras veces, cuando él aparecía, Rädsla le suplicaba, le pedía perdón sin saber por qué, e incluso una vez, las palabras se escaparon de su boca y le pidió que la matara. No había dormido desde hacía muchas horas, la sed la atormentaba, su estómago había regurgitado las croquetas a pesar de haberlas masticado con tesón, olía a orines y a vómito, la rigidez de su posición la enloquecía y en aquel instante la muerte le pareció preferible a cualquier cosa. Se arrepintió de inmediato porque en realidad no quería morir, no en ese momento, no es así como imaginaba el final de su vida. Aún le quedaban muchas cosas por hacer. Pero dijera lo que dijera, o cualquiera que fuera su pregunta, el hombre no respondía jamás.

Salvo una vez.

Rädsla lloraba. Se fatigaba, sentía que su mente comenzaba a divagar, que su cerebro se convertía en un átomo del que ya no era dueña, sin ataduras, sin puntos de referencia. Él había hecho descender la jaula para fotografiarla, y Rädsla preguntó por enésima vez:

- ¿Por qué a mí?

El hombre alzó la vista, como si nunca se hubiera planteado esa cuestión. Se inclinó hacia ella. A través de las tablas, sus rostros se hallaron a escasos centímetros uno del otro.

- Porque... porque eres tú.

Sus palabras impresionaron a Rädsla. Como si todo se hubiera detenido de repente. Ya no sentía nada, ni calambres, ni dolores de estómago, ni los huesos helados hasta el tuétano, toda su atención estaba concentrada en su siguiente respuesta:

- ¿Quién es usted?

Simplemente, le sonrió. Tal vez no tenía costumbre de hablar mucho y esas pocas palabras lo habían dejado agotado. Subió la jaula rápidamente, cogió su cazadora y se marchó sin mirarla siquiera, parecía furioso. Sin duda había hablado más de la cuenta. 

En esa ocasión no tocó las croquetas que él había añadido a las que quedaban, simplemente cogió la botella de agua y la racionó. Quería reflexionar acerca de lo que le había dicho, pero cuando se sufre de esa manera, ¿cómo se puede pensar en otra cosa?

Pasó horas con el brazo alzado, acariciando el enorme nudo de la cuerda que sostenía su jaula. Un nudo del tamaño de un puño, increíblemente apretado.

Durante la noche siguiente, Rädsla entró en una especie de coma. Su mente no se concentraba en nada, tenía la sensación de que su masa muscular se había fundido, que ya era sólo huesos, que estaba reducida a una rigidez absoluta, una inmensa contractura de los pies a la cabeza. Hasta ese momento había logrado mantener una disciplina de minúsculos ejercicios que repetía más o menos cada hora. Mover primero los dedos de los pies, luego los tobillos, girarlos en un sentido, tres veces, luego en el otro, también tres veces, luego las pantorrillas, juntarlas, separarlas, volver a juntarlas, una y otra, extender la pierna derecha, encogerla, empezar de nuevo...

Sin embargo, ya no sabía si había soñado esos ejercicios o si verdaderamente los había hecho. La despertaron sus agudos gemidos, hasta el extremo de pensar que pertenecían a otra persona, a una voz ajena a ella. 

Y aunque estuviera completamente despierta, no conseguía evitar que esos gemidos surgieran de su cuerpo, al ritmo de su respiración.

Rädsla estaba segura de ello. Había comenzado a morir.

....

Apenas comía, se había debilitado terriblemente y sobre todo, lo más importante, su mente se había deteriorado. Esa jaula estrujaba su cuerpo y mandaba el cerebro a la estratosfera. Una hora en esa posición, y se echaría uno a llorar. Un día, y pensaría que iba a morir. Dos, y deliraría. Tres, y enloquecería. Y ella ya no sabía exactamente cuánto tiempo llevaba encerrada y suspendida. Varios días. Muchos días. 

Ella ya no se daba cuenta, pero su vientre emitía permanentemente quejas de dolor. Gimió. Se le habían agotado las lágrimas y se golpeaba la cabeza contra las tablas, a la derecha una vez, otra y otra más, y otra, y otra, dio cabezazos hasta tener la frente ensangrentada, se golpeó la cabeza una y otra vez y su gemido se convirtió en un grito. La locura resonaba en su cabeza, quería morir lo antes posible porque vivir se había vuelto insoportable. 

Sólo dejaba de gemir en presencia del hombre. Cuando estaba con ella, Rädsla hablaba y preguntaba aun sabiendo que él nunca le hablaría y que no le iba a responder, porque en cuanto se marchaba se sentía terriblemente sola. Entonces comprendía lo que sentían los rehenes. Tan tremendo era el miedo que tenía a quedarse sola, a morir sola, que le suplicaría que se quedara. Era su verdugo, pero a la vez tenía la sensación de que mientras él estuviera presente ella seguiría con vida.

Y en realidad era justamente lo contrario.

Se lastimaba.

Voluntariamente.

Trataba de matarse porque nadie acudiría jamás en su ayuda. Ya no podía controlar ese cuerpo roto y paralizado: se orinaba encima, se veía sacudida por espasmos, rígida de la cabeza a los pies. Y, desesperada, restregaba su pierna contra la arista de la tabla rugosa. Al principio le produjo una quemadura, pero Rädsla continuó, continuó y continuó porque odiaba ese cuerpo en el que sufría, quería matarlo, y frotaba la pierna contra la tabla con todas sus fuerzas y la quemadura se convirtió en herida. Sus ojos miraban fijamente un punto imaginario. Se le había clavado una  astilla en la pantorrilla. Rädsla se restregaba una y otra vez, esperaba que la herida sangrara. Eso era lo que quería y esperaba: desangrarse, morir. 

Había sido abandonada. Ya nadie vendría a socorrerla.

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