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viernes, 19 de abril de 2013

#412

Retomo una vieja historia con muchas ganas. Espero que os guste y me digáis qué pensáis acerca de Rädsla. Si no la conocéis haced click y disfrutar de su historia.


La primera vez que él regresó, el corazón de Rädsla dio un brinco. Lo oyó, pero no podía volverse para mirarlo. Sus pasos eran pesados y lentos, y resonaban como una amenaza. En el transcurso de cada una de las horas precedentes, Rädsla había anticipado ese retorno y se había imaginado violada, golpeada y asesinada. Había visto bajar la jaula, había sentido al hombre agarrarla del hombro, sacarla, abofetearla, doblegarla, forzarla, penetrarla, hacerla gritar, matarla. Tal como había prometido el día que apareció Blue. "Voy a mirar cómo revientas, puta." Cuando alguien le dice algo así a una mujer es que quiere matarla, ¿no?

Pero aún no había sucedido. Aún no la había tocado, tal vez quería disfrutar primero de la espera. Encerrarla en una jaula significaba que deseaba convertirla en un animal, domesticarla, enseñarle quién era el amo. Por eso la había golpeado con tanta violencia. Esos pensamientos, más otros miles aún más terribles, le rondaban la cabeza. Morir no era nada. Era peor aguardar la muerte.

Rädsla procuraba anotar mentalmente los momentos en que el hombre aparecía, pero sus referencias se borraban con rapidez. La madrugada, la mañana, la tarde y la noche constituían un continuo en el tiempo en el que a su mente le costaba cada vez más orientarse.

Cuando llegó, se detuvo primero bajo la jaula, con las manos en los bolsillos, y la miró un buen rato. Luego dejó su cazadora de piel en el suelo, bajó la caja hasta la altura de sus ojos, sacó el teléfono y le hizo una foto. Después se instaló unos metros más allá y dejó todas sus cosas: una decena de botellas de agua, bolsas de plástico y la ropa de Rädsla, tiradas en el suelo. Era un suplicio estar encerrada y ver aquello, casi al alcance de su mano. El hombre se sentó. No hizo nada más, se limitó a mirarla. Parecía que esperara algo, pero no decía el qué.

Y luego ella no sabía qué hacía que, bruscamente, se decidiera a irse de nuevo. En el último momento, se puso en pie, se palmeó los muslos como si se infundiera ánimos, volvió a subir la jaula y, tras mirarla una vez más, se marchó. 

No hablaba. Rädsla le había hecho preguntas, no muchas porque no quería encolerizarlo, pero sólo había respondido una vez. El resto del tiempo no decía nada, parecía incluso que no pensara en nada, sólo la miraba. Además ya se lo había dicho: "Voy a mirar cómo revientas."

La postura de Rädsla era a todas luces insoportable. 

Le era imposible ponerse en pie, pues la jaula no era lo suficientemente alta. Tampoco era lo bastante larga para que pudiera tumbarse ni lo suficientemente ancha para que pudiera sentarse. Pasaba las horas acurrucada sobre sí misma, hecha un ovillo. Los dolores eran ya inaguantables. Los músculos se le paralizaban, las articulaciones parecían soldarse, su organismo estaba entumecido y bloqueado, además del frío que sentía. Su cuerpo se había agarrotado y, dado que no podía moverse, la circulación sanguínea se había ralentizado y hacía aún más dolorosa la tensión a la que estaba condenada. Había recordado imágenes que se remontaban a cuando estudiaba medicina, descripciones de los músculos atrofiados, de las articulaciones heladas, esclerosas, y por momentos le parecía asistir al deterioro de su organismo como si estuviera observando un cuerpo ajeno, y comprendió que su mente se estaba dividiendo en dos, en la mujer encerrada en una jaula y en otra que estaba libre, que vivía en otro lugar, el inicio de la locura que la acechaba y que sería el resultado mecánico de esa postura infernal e inhumana.

Había llorado hasta quedarse sin lágrimas. Dormía, aunque nunca por mucho tiempo porque la crispación muscular la despertaba sin cesar. Esa noche había sufrido los primeros calambres realmente dolorosos y se había despertado aullando, presa de un dolor intolerable en la pierna. Había golpeado con el pie contra las tablas para tratar de aliviarlo, tan fuerte como había podido, como si quisiera destrozar la jaula. El espasmo había remitido lentamente pero sabía que no había sido gracias a su esfuerzo y que los calambres, igual que habían desaparecido, volverían a aparecer. Lo único que había conseguido era que la jaula oscilara y, cuando lo hacía, pasaba mucho tiempo antes de que se estabilizara de nuevo. Al cabo de un rato se sentía mareada. Rädsla había vivido horas interminables con el temor de que los calambres regresaran. Vigilaba cada parte de su cuerpo, pero cuantas más vueltas le daba, más crecía su sufrimiento.

Durante los raros momentos en que lograba dormir, soñaba con que estaba en la cárcel, enterrada viva o ahogada, y si no le daban calambres, sentía frío o angustia, la despertaban las pesadillas. Como sólo se había movido unos centímetros durante lo que creía decenas de horas, se sobresaltó y sus miembros se golpearon violentamente contra las tablas, como si sus músculos imitaran el movimiento con espasmos reflejos contra los que nada podía hacer. Y gritaba.

Daría cualquier cosa por poder tumbarse, por tenderse aunque fuera sólo una hora.

En una de sus primeras visitas, él había hecho subir hasta la jaula una cesta de mimbre que se había balanceado un buen rato antes de equilibrarse. Aunque no estaba muy lejos, Rädsla había tenido que hacer acopio de voluntad y rasguñarse la mano al pasarla entre las tablas para lograr atrapar parte del contenido, una botella de agua y comida para perros. Rädsla se lo comió de inmediato. Y casi había vaciado la botella, de un trago. Sólo más tarde se había preguntado si el hombre habría echado algo dentro. Había empezado a tiritar de nuevo pero le era imposible saber qué la hacía temblar, si el frío, el agotamiento, la sed o el miedo... Aquella comida le había provocado más sed y no la habían saciado. Tocaba la lata lo menos posible, sólo cuando el hambre la devoraba. Y además, había que orinar y todo lo demás... Al principio sentía verguenza, pero no le quedaba más remedio que hacerlo. Caía a plomo debajo de la jaula, como si de las defecaciones de un gran pájaro se tratase. Pero enseguida había dejado a un lado la vergüenza, no era nada comparada con el dolor, nada comparada con la angustia de vivir así día tras día, sin moverse, sin saber cuánto tiempo la tendría encerrada, sin saber si realmente tenía intención de dejarla morir allí, en aquella caja.

¿Cuánto tiempo resistiría hasta que llegara la muerte?

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