Estaba fuera.
El aire fresco de la noche llegó hasta ella de inmediato, un olor suave, a la fresca humedad de la noche, el olor del canal. La vida que renacía, la luz mortecina. La plancha estaba oculta en un hueco del muro, a ras de suelo. Rädsla salió y se volvió inmediatamente para colocarla de nuevo; sin embargo, desistió. Ya no necesitaba ser precavida. Eso, si se marchaba de inmediato. Tan deprisa como le permitieran sus extremidades rígidas y doloridas.
A una treintena de metros había un muelle desierto. A lo lejos, unas casitas residenciales con luz en casi todas las ventanas y el ruido en sordina de un bulevar que debía de discurrir al otro lado, no demasiado lejos.
Rädsla echó a andar.
Había llegado al bulevar. Estaba tan cansada que sabía que no podría caminar mucho más. Presa de un mareo, se vio obligada a apoyarse en una farola para no caerse.
Parecía demasiado tarde para esperar que pasara algún medio de transporte.
Sí. Más abajo había una parada de taxis.
"Desierta y, de todas formas, demasiado arriesgado", le sugirieron las pocas neuronas que seguían activas. Podrían descubrirla fácilmente.
Pero esas neuronas eran incapaces de sugerirle una solución mejor.

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