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martes, 18 de junio de 2013

#420

Comenzó a estirar las extremidades. Esperaba que fuera una liberación y resultó un suplicio. Su cuerpo entero estaba rígido, le era imposible levantarse, extender una pierna, apoyarse con los brazos o recuperar una posición normal. Una bola rígida de músculos petrificados. No tenía fuerzas.

Arrodillarse le llevó uno, dos minutos. Tan irreprimible era el dolor que lloró de impotencia, forzó su cuerpo gritando, golpeó la caja enfurecida. El agotamiento la abatía, caía de nuevo y rodaba como una bola, helada, extenuada. Paralizada.

Necesitaba todo su coraje y voluntad pura para retomar el esfuerzo, ese esfuerzo descomunal para extender sus miembros jurando y perjurando, para mover la pelvis, girar el cuello... Un combate entre la Rädsla encadenada y la Rädsla que había sobrevivido. Poco a poco, el cuerpo despertaba. Dolorosamente, pero despertaba. Rädsla, postrada, logró finalmente agacharse y pasar, centímetro a centímetro, una pierna por encima de la caja y luego la otra, y cayó pesadamente al otro lado. El impacto era duro, pero apoyó con deleite su mejilla contra el hormigón frío y húmedo y volvió a sollozar.

Pasados unos minutos, se arrastró a cuatro patas y cogió un trapo, se cubrió los hombros y avanzó hacia las botellas de agua, cogió una y se la bebió casi hasta apurarla. Recobró el aliento y se tumbó boca arriba. Había aguardado ese instante días y días (¿cuántos exactamente?), días en los que había llegado a resignarse a no poder volver a hacerlo. Permaneció así unos segundos interminables, sintiendo la sangre que volvía a circular, ardiente, las articulaciones que se desentumecían, los músculos que despertaban dolorosamente. Eso debían de sentir los alpinistas perdidos cuando los localizaban aún con vida.

El cerebro repitió la señal: "¿Y si tu tío regresa ahora? Márchate. Deprisa."

Rädsla comprobó que toda su ropa seguía estando allí. Todas sus cosas, su bolso, su documentación, su dinero e incluso la carta de suicidio de su madre, todo había sido apilado. No le había robado nada. Sólo quería su vida; en fin, su muerte. Rädsla tanteó los objetos, cogió la ropa, sus débiles manos temblaron. Miró a uno y otro lado, inquieta. Antes que nada, por si acaso su tío llegaba, tenía que encontrar algo con lo que defenderse. Rebuscó febril entre el material de bricolaje amontonado y encontró una palanca. Sabía que esa herramienta servía para abrir cajas. ¿Cuándo pensaba utilizarla? ¿Cuando estuviera muerta? ¿Para enterrarla? Rädsla la dejó junto a ella, ajena a lo irrisorio de la situación. Estaba tan débil que, si su tío aparecía, sería incapaz de levantar la palanca.

Al vestirse, tomó repentinamente conciencia de su hediondo olor a orina, excrementos y vómitos, y de su aliento de chacal. Abrió una botella y luego otra, se frotó vigorosamente pero sus gestos eran lentos, se lavaba como podía, se secaba, sus miembros recuperaban lentamente su función, entraba en calor restregándose con una manta abandonada y unos trapos sucios. Como era de esperar, no había ningún espejo y le era imposible ver qué aspecto tenía. Debía de tener uno en el bolso, pero su cerebro le lanzó una nueva señal de alarma. "Último aviso. Vete, joder, lárgate de aquí. Inmediatamente."

La ropa le procuró enseguida sensación de calor, tenía los pies hinchados, los zapatos le dolían. Apenas se sostenía en pie y trataba de mantener el equilibrio, recogió su bolso, renunció a llevarse la palanca y se marchó tambaleándose, con la impresión de que ya nunca podría volver a hacer algunos movimientos, como estirar completamente las piernas, volver enteramente la cabeza o erguirse. Avanzaba encorvada como una anciana.

Podía seguir el rastro de los pasos de su tío de una habitación a otra. Buscaba con la mirada dónde debía de hallarse la salida que utilizaba. Probó suerte con la puerta, pero como claro estaba, la puerta se encontraba cerrada con llave. Tiró del pomo de la puerta sin éxito alguno, por lo que decidió buscar la otra salida que su tío a veces utilizaba. Se trataba de una trampilla metálica en una de las esquinas de la primera habitación. Se recordaba a sí misma contando los segundos que su tío necesitaba hasta llegar a la salida y calculando dónde estaría aquella puerta a la libertad. Sólo que, en vez de una puerta como ella había imaginado, era aquella trampilla con un alambre trenzado que servía de agarradero. Rädsla trató de levantarla. Angustia. Tiró con todas sus fuerzas pero no logró moverla ni un solo milímetro. Le saltaron las lágrimas y de su vientre brotó un gemido sordo, inútil. Rädsla miró a su alrededor, buscando. Sabía que no había otra salida, por eso su tío cerró la puerta después del día en el que Blue apareció. Sabía que, incluso si lograba escapar y llegar hasta la trampilla, sería incapaz de levantarla. En su interior creció entonces la cólera, una cólera violenta, asesina. Rädsla gritó y echó a correr torpemente hacia la caja, como una tullida. Desde lejos, las ratas que se habían arriesgado a volver la vieron lanzarse sobre ellas y se volatilizaron. Rädsla recogió la palanca y tres tablas rotas y las acarreó sin plantearse siquiera si tenía fuerzas para hacerlo, porque su mente estaba en otro sitio. Quería salir de allí y nada, absolutamente nada conseguiría impedírselo. Aunque fuera muerta, pero saldría. Deslizó el extremo de la palanca por el borde de la trampilla y descargó todo su peso. Cuando logró moverla unos pocos centímetros, empujó con el pie una tabla, hizo de nuevo palanca y colocó otra, corrió a buscar más trozos de madera, regresó y, de esfuerzo en esfuerzo, logró encajar verticalmente la palanca. Había logrado levantar la trampilla unos cuarenta centímetros, un espacio apenas suficiente para pasar el cuerpo arriesgándose a que ese inestable equilibrio cediese de repente y la trampilla cayese sobre su cuerpo aplastándola.

Rädsla se detuvo, escuchó inclinando la cabeza. Esta vez no le llegaba advertencia alguna, ningún consejo. Al menor roce, al menor temblor, si su cuerpo tocaba la palanca y la movía, la trampilla caería sobre su cuerpo y quedaría atrapada. En una fracción de segundo arrojó su bolso por la trampilla, que cayó con un ruido acolchado. No parecía muy profundo. Eso le bastaba para tenderse y, milímetro a milímetro, deslizarse bajo la trampilla. Hacía frío, pero cuando la punta de su pie descubrió un punto de apoyo, un peldaño, estaba empapada de sudor. Acababa de introducirse en el agujero y se sostenía del borde de los dedos cuando, al volver la cabeza, hizo el movimiento en falso que temía, la palanca resbaló con un chirrido estridente y la trampilla se cerró brutalmente con un ruido infernal. Tuvo el tiempo justo para retirar los dedos, un reflejo que se midió en nanosegundos. Rädsla se quedó paralizada. Estaba entera.

1 comentario:

¡Hola! Acabas de decidir garabatear algo para mi, espero de todo corazón que te haya gustado mi blog.
¡Un besito! ¡Y gracias por pasar!
(¡Ah! Y no olvides que puedes quedarte en el desván ^.^ )