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domingo, 2 de junio de 2013

#418

Esas ratas eran estrategas. Habían comprendido que bastaba con sumar el terror al hambre, la sed y el frío. Chillaban a coro para impresionarla. El agua de la lluvia helada arrastrada por el viento caía sobre el cuerpo de Rädsla. Ya no lloraba, temblaba. Pensaba en la muerte como una liberación, pero la perspectiva de los mordiscos de las ratas, la idea de ser devorada...

¿Cuántos días de alimento representaría un cuerpo humano para una docena de ratas?

Aterrorizada, Rädsla gritó.

Pero, por primera vez, de su garganta no salió sonido alguno. El agotamiento la abatió.

Apenas dormía ya. El miedo se lo impedía. Rädsla se retorcía en la jaula más que nunca, sufría más que nunca. Desde el inicio de su cautiverio no había cambiado de postura, no había comido ni dormido normalmente, no había podido estirar las piernas ni los brazos ni descansar un minuto, y desde que llegaron esas ratas... Perdía cada vez más la cabeza y a veces durante horas todo cuanto veía estaba empañado, borroso, todos los sonidos le llegaban con sordina, como el eco de ruidos lejanos, y se oía gemir, quejarse, proferir unos gritos graves que nacían de su vientre. Se debilitaba terriblemente deprisa.

Cabeceaba sin cesar. Poco antes se había desvanecido de fatiga, ebria de sueño y de dolor, deliraba y veía ratas por todas partes.

Y súbitamente, sin saber por qué, tuvo la certeza de que su tío no volvería, de que la había abandonado. Si regresaba se lo contaría todo, y se lo repetiría como un conjuro: "Haz que vuelva y se lo contaré todo, todo lo que quiera, todo lo que quiera para acabar de una vez por todas". Que la matara deprisa, lo aceptaba, cualquier cosa antes que las ratas.

A primera hora de la mañana descendían por la cuerda en fila india, profiriendo pequeños gritos. Lo sabían, Rädsla era suya.

No esperarían a que muriera. Estaban demasiado excitadas. Nunca se habían peleado entre ellas como aquella mañana. Cada vez se le acercaban más para olfatearla. Esperaban a que estuviera exhausta pero seguían agitadas, febriles. ¿Cuál sería la señal? ¿Qué sería lo que las decidiría?

Salió bruscamente de su estado de estupor y vivió un instante de pura lucidez.

"Voy a mirar cómo revientas" en realidad significaba "Voy a verte muerta". No regresaría, sólo lo haría cuando estuviera muerta.

Encima de ella, la rata más grande de todas, negra y rojiza, estaba erguida sobre sus patas traseras, mostraba los dientes y lanzaba unos chillidos estridentes. 

Solo le quedaba una cosa por hacer. Con mano temblorosa, con la punta de los dedos, buscó el borde rugoso de la tabla de la base, la que evitaba desde hacía tantísimas horas porque era puntiaguda y  le rasguñaba la piel con sólo rozarla. Deslizó sus uñas por la anfractuosidad, milímetro a milímetro, la madera crujía levemente, ganaba un poco de terreno, se concentró y aplicó toda la presión de la que era capaz; sin embargo, le llevó un buen rato y tuvo que repetir la operación varias veces. Finalmente, de golpe, la madera cedió. Rädsla sostuvo entre los dedos una astilla larga y puntiaguda de casi quince centímetros. Miró hacia arriba, sobre su cabeza, entre las tablas de la tapa, cerca del anillo y de la cuerda que sostenía la jaula suspendida. Y de repente pasó la mano y empujó la rata al vacío con la astilla de madera. La rata trató de agarrarse, arañaba desesperadamente el borde de la caja, lanzó un chillido salvaje y cayó de una altura de dos metros. Sin esperar, Rädsla se clavó la astilla en la mano profundamente, como si fuera un cuchillo, y hurgó en su carne entre gritos de dolor. 

La sangre comenzó a manar de inmediato.

Resultó que la más voraz no era la negra y rojiza, si no una rata grande y gris. Le gustaba la sangre y se peleaba con las demás para ser la primera. Era brutal, impetuosa.

Desde hacía horas, Rädsla batallaba sin descanso. Había tenido que matar a dos para encolerizarlas, para excitarlas. Para hacerse respetar.

A la primera la había empalado con la astilla, su única arma, y la había sujetado bajo su pie desnudo, apretando con fuerza hasta matarla. Se revolvía, chillaba como un cerdo al degollarlo y trataba de morderla. Rädsla gritaba aún más fuerte que la rata y la colonia estaba electrizada. La rata sufría unas convulsiones desquiciadas y se revolvía como un enorme pez. Esos bichos asquerosos alcanzaban una fuerza increíble cuando veían que iban a morir. Los últimos instantes habían sido espantosos: la rata había dejado de moverse, orinaba sangre y gemía entre estertores, con los ojos desorbitados, el hocico palpitante, la boca abierta y los dientes aún dispuestos a morder. Luego la había arrojado al suelo.

Era una declaración de guerra, todas lo habían entendido.

Con la segunda, había esperado a que se le acercara mucho. La rata, desconfiada, olfateaba la sangre, sus bigotes se movían a una velocidad espectacular y estaba muy excitada. Rädsla había dejado que se aproximara, incluso la había llamado, "ven, acércate, hija de puta, ven con mamá...". Y cuando estaba al alcance de su mano y había podido sujetarla contra las tablas, le había clavado la astilla en el cuello. La conmoción había hecho que se retorciera como si quisiera dar un salto y, de inmediato, Rädsla la había arrojado entre las tablas. La rata se había aplastado contra el suelo y había seguido chillando durante más de una hora, con la astilla todavía clavada.

Rädsla había perdido su arma, pero las ratas no lo sabían y la temían. Y además las alimentaba.

Había diluido la sangre que manaba de su mano en el agua que le quedaba, había levantado la mano por encima de su cabeza y había empapado la cuerda sólo con su sangre. A las ratas eso les gustaba aún más. Y en cuanto dejó de sangrar, se pinchó en otro punto con una astilla más pequeña. No podría usarla para acabar con las otras ratas, sobre todo con la más grande, pero le bastaba para pincharse una vena de la pantorrilla o del brazo, para sangrar, y eso era lo que contaba. A veces el dolor era terrible... Se mareaba y no sabía si eran imaginaciones suyas o si realmente se debía a que había perdido mucha sangre. O quizá era a causa de la fatiga. 

En cuanto empezó a sangrar, pasó la mano entre las tablas y agarró de nuevo la cuerda. La impregnó.

A su alrededor, las ratas acechaban sin saber si abalanzarse sobre ella o... Entonces retiró la mano y las vio pelearse para devorar esa sangre fresca, para roer la cuerda hasta apurarla, y eso les encantaba. 

Pero ahora que les había dado a probar su sangre, ya nada las detendría.

La sangre las volvía locas.

1 comentario:

  1. Es... es sangrientamente genial^^
    me encanta la manera en la que escribes y la forma en la que narras, el vocabulario que utilizas y.. TODO *-*
    Un beso :)

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¡Hola! Acabas de decidir garabatear algo para mi, espero de todo corazón que te haya gustado mi blog.
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