Tras casi un año desaparecida vuelvo a la carga.
—¿Un regalito? —estaba haciendo auténticos esfuerzos por entender su manera de hablar—. ¿Consiguió provisiones?
—Mejor que eso —le dedicó una sonrisa y levantó la tapa de la segunda olla. Dentro había una carne dorada, chamuscada, crujiente: un olor que casi le hizo llorar—. Conejo.
Nunca en su vida había comido conejo. Jamás se había planteado que ese animal fuera comestible, y menos para desayunar, pero aceptó agradecida el plato y le faltó muy poco para devorar la carne ahí mismo, de pie. La verdad es que preferiría quedarse donde estaba. Cualquier cosa antes que sentarse entre todos esos extraños.
Sarah debió de notar su ansiedad.
—Vamos —dijo—. Siéntate conmigo.
Le cogió del brazo y le llevó hacia la mesa. Un retortijón recorrió su cuerpo y la dobloópor la mitad. Casi tiró el plato.
—Cuidado —al otro lado de la mesa estaba el chico rubio, el que antes casi no podía contener la risa. Arqueó las cejas, del mismo rubio pálido que el pelo: resultaban prácticamente invisibles. Tenía una cicatriz bajo el oído izquierdo, al igual que Ebba. —. ¿Estás bien?
No respondió. No puedía. Una vida entera de temores y de amenazas se apoderó de ella, y las palabras destellaron rápidamente en su mente: sombras, oscuridad, alianzas.
Respiró hondo e intento ignorar la sensación de rechazo. Esas eran palabras antiguas; ellas, como la antigua Rädsla, se habían quedado al otro lado del bosque.
—Está bien —intervino Sarah—. Solo tiene hambre.
—Estoy bien —respondió como un eco quince segundos más tarde. El chico volvió a sonreír.
Sarah se sentó en el banco y señaló el espacio vacío junto a ella, el que acaba de dejar Ekorre. Menos mal que estaban al final de la mesa y no tenía que preocuparse por estar apretujada entre dos personas. Se sentó, con la vista fija en el plato. Se dió cuenta de que todos le miraban de nuevo. Por lo menos, la conversación continuó como una reconfortante manta de ruido.
—Venga, come.
Sarah le hacía gestos para animarle. Le sacaba al menos seis años, pero la trataba como si ella fuera la niña. Y a su lado se sentía como tal.
—No tengo tenedor —murmuró. El rubio se rió entonces, con una carcajada larga y estruendosa. También Sarah.
—No hay tenedores —dijo—. Ni cucharas. Ni nada. Tú come.
Se arriesgó a levantar la cabeza y vio que la gente de alrededor le miraba y sonreía: parecía que les hacía gracia. Uno de ellos, un hombre de pelo gris que debía de tener por lo menos setenta años, le hizo una señal de asentimiento, y Rädsla bajó los ojos rápidamente. Todo su cuerpo ardía de vergüenza. Claro, cómo iban a preocuparse por los cubiertos y esas cosas en mitad del bosque.
Cojió con los dedos un trozo de conejo y mordió la carne, separándola del hueso. En ese momento estuvo a punto de llorar: nunca en toda su vida había probado algo tan rico.
—Está bueno, ¿eh? —comenóa Sarah, pero Rädsla solo pudo asentir con la cabeza. De pronto se le olvidó que la sala estaba llena de desconocidos y que todos le estaban mirando. Se lanzó a por el conejo como un animal. Agarró un puñado de gachas con la mano, se lo metió en la boca y se chupó los dedos. Hasta eso le sabía bueno.
Casi enseguida dejó el plato vacío. Solo quedaban unos pocos huesos totalmente mondados. Chupó los restos de gachas de sus dedos y se pasó el dorso de la mano por la boca. Sintió una náusea y cerró los ojos, luchando por que pasara.
—Vamos —intervino Ebba poniéndose en pie de repente—. Hora de hacer las tareas.
Se produjo una oleada de actividad: todos se levantaron ruidosamente de los bancos y se oían fragmentos de conversación que no podía seguir («pusimos las trampas ayer», «te toca a ti echarle un vistazo a Mormor»). La gente pasaba por detrás de ella, sueltaba su plato con estrépito en el fregadero y luego subía por las escaleras de la izquierda que estaban más allá de la cocina. Sentía hasta el olor de sus cuerpos: era una corriente, un cálido río humano. Mantuvo los ojos cerrados hasta que la sala se quedó vacía y se le pasaron un poco las ganas de vomitar.
—¿Cómo te encuentras?
Abrió los ojos. Ebba estaba de pie frente a ella, con las manos apoyadas en la mesa. Sarah seguía sentada a su lado. Se había abrazado una pierna y tenía el mentón sobre la rodilla. En esa postura se notaba la edad que tenía.
—Mejor —contestó, y era cierto.
—Puedes ayudar a Sarah con los platos —dijo Ebba—, si te ves con fuerzas.
—Vale —respondió, y Sarah asintió con la cabeza.
—Bien. Y luego, Sarah, puedes acompañarla arriba. Rädsla, es mejor que vayas conociendo la casa, pero no te precipites tampoco. No quiero tener que traerte de vuelta de los bosques otra vez.
—Vale —repitió, y ella sonrió, satisfecha. Obviamente, estaba acostumbrada a mandar. ¿Cuántos años tendría? Impartía órdenes con gran autoridad, aunque debía de ser más joven que la mitad de los inválidos de allí. Se le ocurre que a su madre le caería bien, y el dolor regresó como una cuchillada justo debajo de las costillas.
—Ah, otra cosa. Sarah —Ebba fue hacia las escaleras—, consíguele a Rädsla unos pantalones en el almacén, ¿vale? Para que no tenga que andar pavoneándose por ahí medio en bolas.
Notó que se volvía a poner colorada y, tímidamente, se puso a tirar del dobladillo de la camiseta para que le cubriera los muslos. Ebba le miró y ser rió.
—No te preocupes —dijo—, no tienes nada que no hayamos visto antes.
Luego subió los escalones de dos en dos y desapareció.